miércoles, 13 de mayo de 2009

"La máquina del tiempo y los piñones"-Rubén Sosa



A Julia que está ahora con tantos que quise y quiero.
Por ella, de niño y sobre su regazo viajé tantas veces. Para precisar las coordenadas diré que era al sur de Italia a un pueblo en la ladera de una montaña llamado Lungro. Peregriné por sus angostas calles de tierra, me revolqué en la nieve de los inviernos implacables. Para estos viajes utilizaba la mejor máquina que no sólo me trasportaba a otra geografía con un dialecto incomprensible sino que también y para envidia de mis amigos lo hacía en el tiempo. Si señor, a los seis años yo tenía mi “Máquina del tiempo viviente”. Desde el zaguán de la calle Del Bañado, justo enfrente al club Riestra, sentado en una silla de mimbre, pantalón cortito, palmas en el mentón yo viajaba a Italia con mi abuela Julia.
Así pude ser testigo del llanto de mi bisabuela Carolina leyendo entre lágrimas, aquella carta del ejército que entre líneas le decía que debía vestir de negro absoluto. Vi cuando una granada destrozó al muchacho de 23 años, padre de esa niña que ella llevaba en su vientre y que sería mi abuela.
Presencié con el corazón exaltado, cuando se decidieron a subir al trasatlántico Florida en 1928 que las traería al lejano Buenos Aires llenos de promesas difíciles de cumplir.
- 29 días y 29 noches en alta mar… Decía la abuela Julia y yo me mareaba por las tormentas de alta mar, movía la cabeza de derecha a izquierda de izquierda a derecha, mis ojos inquietos y verdes seguían su dedo que dibujaba en el aire un arco cóncavo con una letra “U“ abierta y absolutamente ebria. Mi cabeza seguía el bamboleo de aquí… para allá...
Paraba para tomar el “vascolé” y luego volvía a prender la máquina. Solía darle arranque diciendo “Estoy aburrido” o directamente portándome mal.
Y allí iba de nuevo, cruzaba en segundos lo que a ella le llevó una vida. Su vida. Puedo morir mañana porque nadie me describió Nápoles como ella lo hizo. Por ella aprendí la fuerza del terruño. Yo entiendo a esos tanos y aquellos gallegos… No es que no quieran a esta tierra. A decir verdad a esta tierra debemos amarla nosotros. Todo inmigrante no deja de ser un desterrado y no hay uno que no sueñe con volver. Ella nunca pudo, tal vez por eso viajábamos tanto.
En uno de los viajes que hice me hizo respirar el aroma de los pinos, los dos teníamos en ese momento 8 años, corrimos por el bosque hasta cansarnos, rojos, agitados y comíamos los frutos que eran los piñones.
-Qué ricos que eran decía mi máquina del tiempo! Jamás volví a comer algo así.
Pasó el tiempo, tuve el mal gusto de crecer. Ahora viajo en una máquina que debo manejar yo y sin bien tiene aire acondicionado, dirección hidráulica, estéreo… es muy lenta y me transporta como puede dentro de los límite de la física Newtoniana y así un día viajé a Neuquén a Villa Pehuenia.
El pehuén o araucaria es un árbol típico del Sur del país y que da piñones. Los indios del lugar se alimentaban de ellos y por eso se llaman Araucanos .
Villa Pehuenia es uno de los pocos lugares del mundo donde hay un bosque de Araucarias. Los comerciantes del lugar fabrican alfajores cuya pasta está hecha a base de piñones. Compre un par de cajas, una fue para mi máquina del tiempo.
Dicen que los aromas y los gustos jamás se olvidan y que pueden transportarte en un santiamén y colocarte en el punto de partida de cualquier recuerdo por más escondido y recóndito que se encuentre.
Siempre recordaré aquella vez que pude hacerla viajar yo… un ratito no más al Sur de Italia, cerró los ojos mientras comía ese alfajor y no dije nada, porque supe que estaba allí, en su pueblo, del otro lado del mar, comiendo sus piñones.
Y pude comprobar que las máquinas también lloran.
Extrañaré su voz y ese pedacito de pan robado mojado en el tuco de un domingo cualquiera…
A Julia que está ahora con tantos que quise y quiero.
Por ella, de niño y sobre su regazo viajé tantas veces. Para precisar las coordenadas diré que era al sur de Italia a un pueblo en la ladera de una montaña llamado Lungro. Peregriné por sus angostas calles de tierra, me revolqué en la nieve de los inviernos implacables. Para estos viajes utilizaba la mejor máquina que no sólo me trasportaba a otra geografía con un dialecto incomprensible sino que también y para envidia de mis amigos lo hacía en el tiempo. Si señor, a los seis años yo tenía mi “Máquina del tiempo viviente”. Desde el zaguán de la calle Del Bañado, justo enfrente al club Riestra, sentado en una silla de mimbre, pantalón cortito, palmas en el mentón yo viajaba a Italia con mi abuela Julia.
Así pude ser testigo del llanto de mi bisabuela Carolina leyendo entre lágrimas, aquella carta del ejército que entre líneas le decía que debía vestir de negro absoluto. Vi cuando una granada destrozó al muchacho de 23 años, padre de esa niña que ella llevaba en su vientre y que sería mi abuela.
Presencié con el corazón exaltado, cuando se decidieron a subir al trasatlántico Florida en 1928 que las traería al lejano Buenos Aires llenos de promesas difíciles de cumplir.
- 29 días y 29 noches en alta mar… Decía la abuela Julia y yo me mareaba por las tormentas de alta mar, movía la cabeza de derecha a izquierda de izquierda a derecha, mis ojos inquietos y verdes seguían su dedo que dibujaba en el aire un arco cóncavo con una letra “U“ abierta y absolutamente ebria. Mi cabeza seguía el bamboleo de aquí… para allá...
Paraba para tomar el “vascolé” y luego volvía a prender la máquina. Solía darle arranque diciendo “Estoy aburrido” o directamente portándome mal.
Y allí iba de nuevo, cruzaba en segundos lo que a ella le llevó una vida. Su vida. Puedo morir mañana porque nadie me describió Nápoles como ella lo hizo. Por ella aprendí la fuerza del terruño. Yo entiendo a esos tanos y aquellos gallegos… No es que no quieran a esta tierra. A decir verdad a esta tierra debemos amarla nosotros. Todo inmigrante no deja de ser un desterrado y no hay uno que no sueñe con volver. Ella nunca pudo, tal vez por eso viajábamos tanto.
En uno de los viajes que hice me hizo respirar el aroma de los pinos, los dos teníamos en ese momento 8 años, corrimos por el bosque hasta cansarnos, rojos, agitados y comíamos los frutos que eran los piñones.
-Qué ricos que eran decía mi máquina del tiempo! Jamás volví a comer algo así.
Pasó el tiempo, tuve el mal gusto de crecer. Ahora viajo en una máquina que debo manejar yo y sin bien tiene aire acondicionado, dirección hidráulica, estéreo… es muy lenta y me transporta como puede dentro de los límite de la física Newtoniana y así un día viajé a Neuquén a Villa Pehuenia.
El pehuén o araucaria es un árbol típico del Sur del país y que da piñones. Los indios del lugar se alimentaban de ellos y por eso se llaman Araucanos .
Villa Pehuenia es uno de los pocos lugares del mundo donde hay un bosque de Araucarias. Los comerciantes del lugar fabrican alfajores cuya pasta está hecha a base de piñones. Compre un par de cajas, una fue para mi máquina del tiempo.
Dicen que los aromas y los gustos jamás se olvidan y que pueden transportarte en un santiamén y colocarte en el punto de partida de cualquier recuerdo por más escondido y recóndito que se encuentre.
Siempre recordaré aquella vez que pude hacerla viajar yo… un ratito no más al Sur de Italia, cerró los ojos mientras comía ese alfajor y no dije nada, porque supe que estaba allí, en su pueblo, del otro lado del mar, comiendo sus piñones.
Y pude comprobar que las máquinas también lloran.
Extrañaré su voz y ese pedacito de pan robado mojado en el tuco de un domingo cualquiera… A Julia que está ahora con tantos que quise y quiero.
Por ella, de niño y sobre su regazo viajé tantas veces. Para precisar las coordenadas diré que era al sur de Italia a un pueblo en la ladera de una montaña llamado Lungro. Peregriné por sus angostas calles de tierra, me revolqué en la nieve de los inviernos implacables. Para estos viajes utilizaba la mejor máquina que no sólo me trasportaba a otra geografía con un dialecto incomprensible sino que también y para envidia de mis amigos lo hacía en el tiempo. Si señor, a los seis años yo tenía mi “Máquina del tiempo viviente”. Desde el zaguán de la calle Del Bañado, justo enfrente al club Riestra, sentado en una silla de mimbre, pantalón cortito, palmas en el mentón yo viajaba a Italia con mi abuela Julia.
Así pude ser testigo del llanto de mi bisabuela Carolina leyendo entre lágrimas, aquella carta del ejército que entre líneas le decía que debía vestir de negro absoluto. Vi cuando una granada destrozó al muchacho de 23 años, padre de esa niña que ella llevaba en su vientre y que sería mi abuela.
Presencié con el corazón exaltado, cuando se decidieron a subir al trasatlántico Florida en 1928 que las traería al lejano Buenos Aires llenos de promesas difíciles de cumplir.
- 29 días y 29 noches en alta mar… Decía la abuela Julia y yo me mareaba por las tormentas de alta mar, movía la cabeza de derecha a izquierda de izquierda a derecha, mis ojos inquietos y verdes seguían su dedo que dibujaba en el aire un arco cóncavo con una letra “U“ abierta y absolutamente ebria. Mi cabeza seguía el bamboleo de aquí… para allá...
Paraba para tomar el “vascolé” y luego volvía a prender la máquina. Solía darle arranque diciendo “Estoy aburrido” o directamente portándome mal.
Y allí iba de nuevo, cruzaba en segundos lo que a ella le llevó una vida. Su vida. Puedo morir mañana porque nadie me describió Nápoles como ella lo hizo. Por ella aprendí la fuerza del terruño. Yo entiendo a esos tanos y aquellos gallegos… No es que no quieran a esta tierra. A decir verdad a esta tierra debemos amarla nosotros. Todo inmigrante no deja de ser un desterrado y no hay uno que no sueñe con volver. Ella nunca pudo, tal vez por eso viajábamos tanto.
En uno de los viajes que hice me hizo respirar el aroma de los pinos, los dos teníamos en ese momento 8 años, corrimos por el bosque hasta cansarnos, rojos, agitados y comíamos los frutos que eran los piñones.
-Qué ricos que eran decía mi máquina del tiempo! Jamás volví a comer algo así.
Pasó el tiempo, tuve el mal gusto de crecer. Ahora viajo en una máquina que debo manejar yo y sin bien tiene aire acondicionado, dirección hidráulica, estéreo… es muy lenta y me transporta como puede dentro de los límite de la física Newtoniana y así un día viajé a Neuquén a Villa Pehuenia.
El pehuén o araucaria es un árbol típico del Sur del país y que da piñones. Los indios del lugar se alimentaban de ellos y por eso se llaman Araucanos .
Villa Pehuenia es uno de los pocos lugares del mundo donde hay un bosque de Araucarias. Los comerciantes del lugar fabrican alfajores cuya pasta está hecha a base de piñones. Compre un par de cajas, una fue para mi máquina del tiempo.
Dicen que los aromas y los gustos jamás se olvidan y que pueden transportarte en un santiamén y colocarte en el punto de partida de cualquier recuerdo por más escondido y recóndito que se encuentre.
Siempre recordaré aquella vez que pude hacerla viajar yo… un ratito no más al Sur de Italia, cerró los ojos mientras comía ese alfajor y no dije nada, porque supe que estaba allí, en su pueblo, del otro lado del mar, comiendo sus piñones.
Y pude comprobar que las máquinas también lloran.
Extrañaré su voz y ese pedacito de pan robado mojado en el tuco de un domingo cualquiera…
A Julia que está ahora con tantos que quise y quiero.
Por ella, de niño y sobre su regazo viajé tantas veces. Para precisar las coordenadas diré que era al sur de Italia a un pueblo en la ladera de una montaña llamado Lungro. Peregriné por sus angostas calles de tierra, me revolqué en la nieve de los inviernos implacables. Para estos viajes utilizaba la mejor máquina que no sólo me trasportaba a otra geografía con un dialecto incomprensible sino que también y para envidia de mis amigos lo hacía en el tiempo. Si señor, a los seis años yo tenía mi “Máquina del tiempo viviente”. Desde el zaguán de la calle Del Bañado, justo enfrente al club Riestra, sentado en una silla de mimbre, pantalón cortito, palmas en el mentón yo viajaba a Italia con mi abuela Julia.
Así pude ser testigo del llanto de mi bisabuela Carolina leyendo entre lágrimas, aquella carta del ejército que entre líneas le decía que debía vestir de negro absoluto. Vi cuando una granada destrozó al muchacho de 23 años, padre de esa niña que ella llevaba en su vientre y que sería mi abuela.
Presencié con el corazón exaltado, cuando se decidieron a subir al trasatlántico Florida en 1928 que las traería al lejano Buenos Aires llenos de promesas difíciles de cumplir.
- 29 días y 29 noches en alta mar… Decía la abuela Julia y yo me mareaba por las tormentas de alta mar, movía la cabeza de derecha a izquierda de izquierda a derecha, mis ojos inquietos y verdes seguían su dedo que dibujaba en el aire un arco cóncavo con una letra “U“ abierta y absolutamente ebria. Mi cabeza seguía el bamboleo de aquí… para allá...
Paraba para tomar el “vascolé” y luego volvía a prender la máquina. Solía darle arranque diciendo “Estoy aburrido” o directamente portándome mal.
Y allí iba de nuevo, cruzaba en segundos lo que a ella le llevó una vida. Su vida. Puedo morir mañana porque nadie me describió Nápoles como ella lo hizo. Por ella aprendí la fuerza del terruño. Yo entiendo a esos tanos y aquellos gallegos… No es que no quieran a esta tierra. A decir verdad a esta tierra debemos amarla nosotros. Todo inmigrante no deja de ser un desterrado y no hay uno que no sueñe con volver. Ella nunca pudo, tal vez por eso viajábamos tanto.
En uno de los viajes que hice me hizo respirar el aroma de los pinos, los dos teníamos en ese momento 8 años, corrimos por el bosque hasta cansarnos, rojos, agitados y comíamos los frutos que eran los piñones.
-Qué ricos que eran decía mi máquina del tiempo! Jamás volví a comer algo así.
Pasó el tiempo, tuve el mal gusto de crecer. Ahora viajo en una máquina que debo manejar yo y sin bien tiene aire acondicionado, dirección hidráulica, estéreo… es muy lenta y me transporta como puede dentro de los límite de la física Newtoniana y así un día viajé a Neuquén a Villa Pehuenia.
El pehuén o araucaria es un árbol típico del Sur del país y que da piñones. Los indios del lugar se alimentaban de ellos y por eso se llaman Araucanos .
Villa Pehuenia es uno de los pocos lugares del mundo donde hay un bosque de Araucarias. Los comerciantes del lugar fabrican alfajores cuya pasta está hecha a base de piñones. Compre un par de cajas, una fue para mi máquina del tiempo.
Dicen que los aromas y los gustos jamás se olvidan y que pueden transportarte en un santiamén y colocarte en el punto de partida de cualquier recuerdo por más escondido y recóndito que se encuentre.
Siempre recordaré aquella vez que pude hacerla viajar yo… un ratito no más al Sur de Italia, cerró los ojos mientras comía ese alfajor y no dije nada, porque supe que estaba allí, en su pueblo, del otro lado del mar, comiendo sus piñones.
Y pude comprobar que las máquinas también lloran.
Extrañaré su voz y ese pedacito de pan robado mojado en el tuco de un domingo cualquiera…

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